viernes, 6 de junio de 2008

Doña Flor y los zombies





No sé que año fue exactamente, pero fue sin duda a comienzos de los 80. Yo todavía estaba en el colegio, estudiando en básica. Mi madre, una cinéfila consumada (aunque de musicales, películas románticas y a todo lo que tuviese olor a Frank Sinatra), me invitó al cine. Estábamos en el Quisco, un balneario en ese entonces familiar que tenía bosques, pequeñas casas y mucha tranquilidad. Algo de lo cual hoy sólo queda el recuerdo.

La oferta era un programa doble: "Doña flor y sus dos maridos", que la vi con incómodo interés, y "El amanecer de los zombies" ("Dawn of the dead", 1978), segunda película de George Romero sobre zombies, luego de la magistral "La noche de los muertos vivos". Hasta entonces, con cerca de diez años, poco y nada sabía de este tipo de películas, de Romero y de zombies. Fue un descubrimiento triple, un encantamiento automático que hasta el día de hoy se mantiene intacto.

Bastó que empezara la cinta, con ese desorden en el estudio de televisión para que comenzara a intuir que algo importante iba a pasar. La precariedad del cine, con unas butacas derruidas (muchas eran simples sillas) y una imagen bastante sucia, no impidió que fuera una noche notable. Esa misma precariedad le agregó un tufillo terrorífico, al que se´sumó que era invierno (vacaciones de invierno en la playa) y que afuera era de noche y había neblina.

La trama va así: la histeria está desatada, los zombies se están apoderando del mundo y los sobrevivientes intentan salvar su pellejo a cualquier costo. En ese ambiente dos trabajadores de una cadena de televisión y dos policías toman un helicóptero, buscando un lugar donde encontrar refugio. Después de algunas horas de vuelo, deciden aterrizar en la azotea de un gigantesco centro comercial, lugar en el que encuentran todo lo que todo ser humano normal necesita para vivir sin sobresaltos (¡qué horror!).



El lugar está infectado de zombies, de no muertos que vagan por el lugar tal vez como el último indicio de humanidad que les queda, repitiendo uno de los actos más cotidianos que hacían: ir a vitrinear.

Armados de algunas pistolas y mucha astucia, el grupo de sobrevivientes logran limpiar el lugar y establecerse ahí a todas sus anchas: con comida, ropa y diversión sin límite. En otras palabras, el sueño americano hecho realidad. Eso hasta que otro grupo de sobrevivientes descubre el pequeño paraíso e interviene, desatando el infierno.

Una mezcla de claustrofobia, miedo y crítica social -tan propio de Romero-, en una película esencial que hace unos años tuvo su respectivo remake, a cargo del director de "300", Zack Snyder, que tampoco estuvo mal (que no me escuche Romero, pero en realidad en varios pasajes supera al original).

Como en casi todas las buenas películas de terror, Romero no pierde el tiempo explicando el origen de la epidemia (el terror que asusta es que el no se explica). Lo de él es directo, muchas veces visceral y cargado de ironía. Para mi, con entonces jóvenes 10 años o 12 años, me impactó, marcando para siempre.



Recuerdo que ese día, al regresar a casa, mi madre y yo debíamos caminar como tres kilómetros, por una costanera entonces oscura y solitaria. Tengo que confesar que han sido los tres kilómetros más terroríficos de mi vida, pero a la vez los más entretenidos. Ese día comenzó mi gusto por los zombies, ya que el placer por la carne comenzó a temprana edad.

Ese cine, donde descubrí a Romero, ya no existe, como tampoco los bosques y tranquilidad de entonces. Pero curiosamente apareció una nueva casta de veraneantes que han transformado a ese balneario en un lugar sucio, inhóspito y peligroso. Sin duda, un nuevo triunfo de los zombies.

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