jueves, 16 de abril de 2015

Día 5

Para hacer un poco de justicia, mi vecino no es el único raro que vive abajo. Ya hablé de su mujer -a la que esta semana por primera vez le escuchamos la voz y tuvimos de frente-, pero sus hijos tampoco lo hacen nada de mal. Está la niña mayor, de unos 12 años, a la que normalmente mandan a buscar la correspondencia o los mandados a la conserjería. La chica, que viste igual que su madre, como si se tratara de un viejita con ropa muy anticuada y ultra remendada, es la encargada de tratar con la gente... Bueno, eso es una manera de decir, ya que en realidad de trato no tiene mucho. Llega, pide lo que viene a buscar y se va, sin decir hola y menos adiós. Eso lo hace mientras sus padres, casi siempre, espían desde el pasillo, desde una esquina, sin acercarse, como asegurándose que a la niña no le pasé nada, no le pregunten algo comprometedor o, tal vez, para vigilar que ella no haga o cuenta nada diferente a lo planificado o, si es el caso, salga arrancando de las garras de sus padres.

También hay un bebé, al que siempre llevan muy tapado y al que nunca le hemos sentido su llanto; otro niño, de unos 9 ó 10 años, que rehuye del encuentro de otros chicos de su edad. De hecho, cuando mi hijo ha bajado a jugar y anda él por ahí, de inmediato se muestra incómodo y sube, como si escapara de la diversión o del contacto directo con sus pares, como si nosotros o el resto del mundo fuese contagioso.

A todo ese grupo fantástico, se suma una abuela, que nunca he sabido de quién es madre, si de ella o de él. La señora, al igual que el resto, viste igual y siempre anda con lentes de sol, de día y noche. Siempre caminando con la cabeza gacha, evitando el contacto directo, la posibilidad de cruzar miradas o incluso de toparse con alguien. De ella no puedo decir mucho, porque en  realidad jamás he logrado siquiera verle el rostro. tengo apenas una idea de ella, pero creo que no podría reconocerla si aparece algún día vistiendo otra ropa y con otra actitud. Pero a todos en ese departamento los delata su modo de caminar, de conducirse y hacer las cosas: algo medio fantasmagórico, como si los pies no tocaran el piso, avanzando si meter ruido ni el menor suspiro que los delate. Yo digo que parecen ninjas, pero me hijo me retruca que en realidad están todos muertos. Muertos en vida.

miércoles, 15 de abril de 2015

Día 4

Ya no hay nada. No sé a qué hora, pero en el balcón de abajo, ya no hay nada amontonado. No sé como lo hizo, pero el hombre se las arregló para esconder todas las cajas que tenía apiladas y lo hizo sin meter ruido. Obviamente ahora tuvo el cuidado que no tuvo hace dos días. Y lo logró: nadie se enteró. En realidad no tenía ánimo de volver a asomarme, pero las ganas fueron más y lo hice. Traté de hacerlo con el cuidado que no tuve antes, no quería volver a toparme con esos ojos... un día de estos los tengo que dibujar, pero dudo que me queden tan vacíos y quemantes como aquellos. Pero en fin. Ahora me preocupa otra cosa: tengo que averiguar que había en esas cajas, debajo de todos esos paños y diarios viejos, que tanto le molestó que yo viera. Mi vida tiene una nueva misión y creo que debo cumplirla... me siento como cuando tenía 8 ó 10 años y me las daba de detective, en un intento por hacer que las tardes de mi infancia fueran más entretenidas en una época que era ante todo muy aburrida. En realidad jamás descubrí nada importante, pero me parecía divertido imaginar la vida de mis vecinos, de especular que debajo de cada sonrisa gentil, mirada huraña o saludo cínico, se escondía algo más. "esa vieja de seguro esconde algo", pensaba de mi vecina de al lado, una señora mezcla de Doña Florinda y la bruja del 77 que aparecía en "El chavo del ocho", pero en una versión más ultra. Nunca lo comprobé, pero estoy seguro que algo se traía entre manos. Ese pañuelo en la cabeza, siempre imaginé, ocultaba algo más que pelo, una suerte de medusa encubierta, con serpientes enmarañadas listas para morder ante el menor descuido. En todo caso, tengo que confesar, jamás me hizo algo y nunca me dejó de saludar. Pero pucha que me gustaba soñar que detrás de esa imagen aparentemente apacible, se ocultaba alguien realmente horroroso... Pero esta vez quiero ir más allá, porque nadie te mira así a menos que esconda algo. La excusa es simple, el tipo vive en el piso de abajo y por tanto me atañe, si tiene algo peligroso también estoy expuesto. Listo, está decidido.

martes, 14 de abril de 2015

Día 3

Anoche dormí tratando de creer que no me vio, que no se dio cuenta, aunque sé que es evidente que lo hizo. Pero a veces es bueno asegurar lo contrario, es un engaño menor, pero tranquilizador. La idea era dormir bien, aunque no lo logré. Para ser sincero, todavía tengo pegada en mi cabeza esa mirada escrutadora, aunque es más que eso: fueron unos ojos de fuego, de esos que queman, pero huecos, sin vida, sin chispa, pero cargados de una llama no vital, sino que inerte... capaces de quemar con su frialdad. Lo recuerdo y me vuelve el mismo escalofrío de ayer.

Tal vez por eso hoy traté de pasar el día haciendo muchas cosas, poniéndome al día no sólo con mi trabajo, sino también con mi casa: reparando todo aquello que jamás hice antes por falta de tiempo o simple flojera. Destapé un fregadero, arreglé una manilla de una puerta y hasta limpie un trozo de cubre piso sucio. Fue un ataque de limpieza, parecía el tipo de esas publicidades de televisión que lo arreglan todo con el mismo producto, como si el asunto fuera un tónico mágico capaz de quitar el resfrío, combatir el dolor de cabeza y hasta ayudar en el crecimiento.

Pero no bastó o más bien todo se vino abajo cuando sonó el citófono. Era el conserje para informar que el comunicativo vecino de abajo, en realidad su mujer, reclamaba por ruidos molestos generados en mi piso. Lo extraño es que en mi departamento nadie hacía nada extraño, ni siquiera mi hijo jugaba a esa hora. A lo que hay que sumar que las paredes de la construcción son tan gruesas, que rara vez se cuela un sonido ajeno. Pero así fue. Obviamente, mi mujer le explicó al conserje que en casa nadie estaba matracando el suelo, ni bailando y menos saltando. Era evidente que lo de ayer había traído consecuencias y que este invento no era otra cosa que una advertencia del tipo "no te metas conmigo" o algo así. Me acordé de "La ventana indiscreta", esa película de Alfred Hitchcock que alguna vez vi de niño, luego la compré en DVD pero creo que nunca la he puesto, es probable que todavía esté sellada... uno compra cosas para retenerlas, adquirirlas para saber que están al al alcance, como si así pudiera atrapar recuerdos, momentos gratos de la vida, tomando en cuenta que la vida misma cada vez se pone menos grata.  En esa cinta, un vecino fisgón, algo aburrido de pasarla en casa, de tanto mirar por una ventana, observa lo que no debía. Esto era algo parecido. Sólo espero que lo que vi no sea igual ni peor. Además, todavía no sé que vi.

El cuento es que la vecina, no contesta con la respuesta, decidió actuar, subió y se animó a tocar el timbre, una sola pero firme vez. La misma a la que a penas habíamos visto unas cuatro veces y a la que menos le habíamos escuchado la voz, apareció en el dintel de la puerta, con la voz más suave jamás impuesta por alguien.
-Por favor, pueden pedirle a su niño que dejé de saltar, que estoy tratando de hacer dormir a mi hijo pequeño y cada vez que él suyo salta, lo despierta y llora.
-Es que mi hijo no está saltando, está en mi pieza viendo una película sobre la cama-, le explicó mi mujer.
-Claro, es que el al saltar y bailar, despierta al mío
-Parece que no me está escuchando: mi hijo no están saltando ni tampoco bailando.
-Entiendo que también es un niño, sólo pido que deje de hacerlo. Como ustedes sacaron la alfombra que había en su piso y lo cambiaron por piso flotante, eso hace que las pisadas suenen como golpes secos al caminar. Sólo dile que no pise tan fuerte.
-Parece que no me entiendes, te digo que no se ha movido. Además, nosotros jamás hemos cambiado el piso: todavía tenemos los dormitorios totalmente alfombrados...
-Bueno, gracias... hasta luego.

Qué puedo decir de ella. Bueno, no mucho. Yo no la vi, pero por lo que me contó mi mujer, era delgada y al igual que él usaba lentes de sol. En esa familia todos los usan, incluso cuando está nublado, es de noche o están en el interior de algún lugar. Tal vez sufren esa enfermedad que los hace sensibles a la luz, pero ya lo descarté, porque ayer a él lo vi sin lentes, a plena luz de del día y en el exterior, con sus ojos fríos pero encendidos. Obviamente no tiene ningún problema con la luz.

Volviendo a ella: la mujer intentó pararse justo donde el foco del pasillo no la alumbraba del todo, aunque tenía un constante vaivén que daba la sensación que de un momento a otro se nos metía al departamento. Su pelo, era algo cano y vestir, algo viejo y gastado, pero no sucia. Se parecía a esas señoras que en los 80 iban puerta a puerta ofreciendo la palabra de Dios, con el mismo tono pausado pero aprendido por años de hacer lo mismo, y usando el mismo tipo de ropa, esas faldas largas y oscuras, una blusa abotonada hasta arriba y un chaleco muy sencillo encima. Podría pensar que lo suyo es un homenaje a esa época, pero no: su ropa evidencia en su estado que efectivamente lleva 30 años puesta en ella, se nota gastada, remendada y vuelta a a remendar. Tampoco la puedo criticar, a mi me cuesta mucho deshacerme de las prendas que me gustan, sobre todo los zapatos, por que ´se que es muy difícil que encuentre otros parecidos.

Aparte de la ropa, lo único que nos quedó claro es que no venían a reclamar por ningún ruido. Eso fue una advertencia solapada, una manera de decirnos "los vimos y ahora nosotros los vamos a estar vigilando".


lunes, 13 de abril de 2015

Día 2

Me vio, parece que me vio.... no sé si sentir vergüenza o susto. Por la cara que me puso o más bien la mirada, con esos ojos encendidos, que me observó, debería tratarse de lo segundo. Nunca una mirada me había sobrecogido tanto, ni siquiera la primera vez que besé a una chica. Ya ni me acuerdo a qué edad fue, pero justo cuando lo hacía, con los ojos bien cerrados, se me ocurrió, cuando mi boca ya estaba pegada a la de ella, abrir los míos y descubrí que ella también me miraba... los volví a cerrar rápidamente y traté de seguir en lo mío pero era difícil sacarme esa imagen de la cabeza. Es increíble como una mirada te puede perturbar, te puede confundir y decir tantas cosas a la vez sin ni siquiera hablar.

Así fue. Toda la mañana... bueno, quizá es poco exagerado, pero buena parte de ella me la pasé escuchando ruidos provenientes del piso de abajo: mueven cajas, las sueltan bruscamente y chocan contra el piso, y las vuelven a mover. Que yo sepa no está remodelando ni cambiándose de casa, pero así suena. Después de mucho rato y ya aburrido, porque no podía dormir, me levanté y me asomé por mi balcón del dormitorio y miré hacia abajo de manera furtiva. Y ahí estaba él, otra vez, mi vecino, o al menos parte de su calva, moviendo pesados paquetes, cajas destartaladas y un montón de cachivaches. No sé de que tratará todo esto, pero sin duda se ve feo y de a poco huele igual.

No soy experto en bodegas, pero a simple vista creo que llevan varias semanas acumulando un montón de porquerías en el balcón y no me había dado cuenta. Tal vez el tipo sufre del mal de Diógenes, esa suerte de síndrome que afecta a las personas que empiezan a acumular cosas sin medida ni objetivo claro, sólo con el afán de recoger cosas inútiles que en su profunda imaginación parecen útiles. En realidad, es un poco duro, ya que yo también a veces me resisto a botar cosas y más de una vez me he visto tentado por traerme algo a casa que he visto botado afuera de otra casa. Aunque finalmente, la mayoría de las veces, me contengo y lo evito. Bueno, mi vecino claramente no logra evitarlo.

No pude distinguir bien desde aquí que hay dentro, ya que el ángulo para mirar no es el mejor, pero sin duda son un montón de porquerías que sirven para poco y nada. A lo menos tiene casi medio balcón ya repleto y ojo que los balcones acá no son pequeños. Lo que debería ser un lugar tranquilo para ver pasar la tarde sentado tomando algo, ahora parece un botadero de escombros.

Ahí estaba asomado, viendo como él iba y venía trayendo cosas, tirándolas al piso, dejando que las cajas chocaran unas contras otras sin ningún cuidado. Justo una se abrió un poco, quise mirar y ahí fue que me asomé demasiado, estiré el cuello más allá de lo que pude. No sé cómo él lo supo, lo presintió o qué mierda de ruido hice, pero levantó la cabeza y me vio. No sólo me vio, sino clavó sus ojos en mí. Yo, instintivamente, bajé la cabeza y me escondí, pero ya era tarde: yo sabía que me había visto. Fue raro, sentí vergüenza, pero después el pudor se convirtió en miedo

Esos ojos.

domingo, 12 de abril de 2015

Día 1

Hoy me volví a topar con mi vecino del piso de abajo y pasó lo de siempre. Lo saludé y no respondió. Ya no sé para qué insisto; ya que siempre pasa lo mismo: le digo hola o buenas tardes y, como respuesta, escucho nada. Como si hablara al viento o él fuera sordo. Pero eso, ya lo descarté: sé que escucha. Eso lo comprobé hace tiempo, cuando recién llegó a vivir aquí o más bien cuando recién descubrí que llevaba ya un tiempo viviendo en el departamento de abajo.

Estábamos en la recepción cuando a mi hijo, que iba a mi lado, se le cayó una caja que llevaba en sus manos. Fue un sonido seco y duro, nada especial, pero parece que para mi vecino fue el fin del mundo: se pegó un gran sacudón, se echó hacia atrás al tiempo que su semblante se desfiguró horriblemente, se descompuso en tres tiempos, como si estuviera formado de capas, de pequeñas capas postizas y una a una se fueras descascarando. No sé qué pasó por su mente, pero esa era claramente un rostro de horror, de alguien que vive esperando algo terrible y ese algo estaba frente a él: nosotros.

No debería darle mucha importancia, pero cuesta hacerse el tonto con esas cosas, ignorarlas y seguir adelante. Si no fuera porque sé que el tipo está ahí y camina, dudaría si está vivo o a lo menos respira. De alguna manera se las arregla para que no se note su presencia. Una vez, incluso, bajé a la bodega y cuando ya llevaba un buen rato sacando cosas -uno baja a la bodega para sacar una cosa, termina metiendo cuatro y subiendo otras tantas más que no estaban contempladas pero que repentinamente parecen otra vez necesarias-, me di vuelta y ahí estaba, de espaldas a mi esperando el ascensor para subir y quién sabe cuánto rato ya llevaba ahí todo silencioso. Fue como una aparición: estaba quieto, sin emitir sonidos, aunque si uno lo miraba bien, se advertía un pequeño balanceo, mínimo, casi imperceptible. Lo único, finalmente, que lo delataba era su olor, un aroma cercano a lo putrefacto pero todavía soportable, algo parecido al olor de la ropa mojada y sucia, mezclada con algo animal que no logro descifrar.

Subimos jnntos, pero sin mediar palabras o miradas. En el ascensor el aroma se hizo más evidente, pero era evidente que lo trataba de disimular con algún tipo de perfume no muy fino, pero aromático a lo menos. Claro que el contraste hacía más evidente el intento. Por suerte la aventura se acabó en el piso siete, cuando caminó y salió de la jaula de fierro, como siempre, dando la espalda y sin omitir ni un sonido, ni un adiós y ni siquiera un suspiro. Sólo dejó como recuerdo su particular hedor que lo acompañó mientras avanzaba por el pasillo, camino a su puerta. Yo, en tanto, al llegar a mi piso y abrir la puerta del departamento, rápidamente fui delatado por mi mujer.

-Otra vez vienes con ese olor. No me digas nada: te topaste con el vecino.

viernes, 1 de marzo de 2013

Mi vida como zombie (durante siete días)


Han pasado varios años desde mi última entrada. Entremedio se bloqueó mi cuenta, el tiempo se me vino encima, tuve gripe porcina y me perdí. Pero no quiero aburrir, aunque sí contar que lo de la gripe porcina fue lo más cercano a sentirme un muerto viviente, un paria, un ser temible, un leproso de estos tiempos. En suma, un zombie.


Caí justo cuando la gripe arreció más fuerte, cuando las autoridades sanitarias y gubernamentales de varios países -probablemente alimentadas por el imaginario colectivo y financiadas, seguramente, por los laboratorios- convirtieron a esta sepa, A (H1N1), en el peor monstruo moderno, en la mayor amenaza para la humanidad desde la peste negra o el Sida.


Fueron días confusos, con gente temiendo que el otro respirara encima; huyendo de la tos del otro; con gente enmascarada; con personas limpiándose las manos por el simple hecho de tocar a otro. Películas como "Ceguera" (Blindness), de Fernando Meirelles, o  "Contagio" (Contagion), de Steven Soderbergh, se me hicieron muy reales, con sus historias de personas comunes y corrientes enfrentadas a un abrupto apocalipsis generado por una pandemia de niveles universales. Era cosa de tiempo, de seguir generando pánico por los medios, para que se desatara el caos total, para que la gente se desesperara y, como ocurre en "The walking dead" (otro día hablaré de este excelente comic y serie de TV), la gente demostrara lo pero de sí, ese animal desesperado que llevamos dentro y que explota en ocasiones como esta, mostrándonos salvajes, egoístas, en unos verdaderos depredadores listos para arrebatarle al otro lo que no tenemos.


Experimenté en carne propia el rechazo, el miedo a mi sombra, a mi cercanía y hasta a mi simple respiración. Nadie quería acercarse y menos tocarme. Tras ser diagnosticado, me aislaron en una habitación por siete días, sin contacto físico con nadie. Ni mi familia se quería acercar Alimentado a la distancia: me dejaban una bandeja a la entrada de mi pieza, todo con guantes y mucha protección. A la espera, quizá, de mi transformación total, de mi conversión en otro, en aquel distinto, en ese al cual tememos, capaz de convertir al resto en algo similar o hasta peor.


Lo más triste de todo, a parte de decir que tuve gripe porcina -que nombre menos decoroso, al menos se podría llamar gripe moral, pandemia total, zombie peste o qué se yo-, es que tras siete días de reposo, de tomar Tamiflu, de sentirse muy mal -el cuerpo se sentía cansado ya adolorido, no tenía ganas de nada, ni de comer, con escalofríos y fiebre alta los primeros días-, todo pasaba como si nada. Al séptimo día (qué bíblico) te habían levantarte, ventilar la habitación que habías ocupado y, sin ninguna consideración especial, ponerte a trabajar como si nada. Habías sobrevivido y nadie te daba un abrazo o menos una medalla. Fuí un zombie por siete días y nadie, finalmente, le importó. Eso hasta que otra pandemia ataque el mundo y otra vez se desate el  miedo, el caos total.

.