domingo, 12 de abril de 2015

Día 1

Hoy me volví a topar con mi vecino del piso de abajo y pasó lo de siempre. Lo saludé y no respondió. Ya no sé para qué insisto; ya que siempre pasa lo mismo: le digo hola o buenas tardes y, como respuesta, escucho nada. Como si hablara al viento o él fuera sordo. Pero eso, ya lo descarté: sé que escucha. Eso lo comprobé hace tiempo, cuando recién llegó a vivir aquí o más bien cuando recién descubrí que llevaba ya un tiempo viviendo en el departamento de abajo.

Estábamos en la recepción cuando a mi hijo, que iba a mi lado, se le cayó una caja que llevaba en sus manos. Fue un sonido seco y duro, nada especial, pero parece que para mi vecino fue el fin del mundo: se pegó un gran sacudón, se echó hacia atrás al tiempo que su semblante se desfiguró horriblemente, se descompuso en tres tiempos, como si estuviera formado de capas, de pequeñas capas postizas y una a una se fueras descascarando. No sé qué pasó por su mente, pero esa era claramente un rostro de horror, de alguien que vive esperando algo terrible y ese algo estaba frente a él: nosotros.

No debería darle mucha importancia, pero cuesta hacerse el tonto con esas cosas, ignorarlas y seguir adelante. Si no fuera porque sé que el tipo está ahí y camina, dudaría si está vivo o a lo menos respira. De alguna manera se las arregla para que no se note su presencia. Una vez, incluso, bajé a la bodega y cuando ya llevaba un buen rato sacando cosas -uno baja a la bodega para sacar una cosa, termina metiendo cuatro y subiendo otras tantas más que no estaban contempladas pero que repentinamente parecen otra vez necesarias-, me di vuelta y ahí estaba, de espaldas a mi esperando el ascensor para subir y quién sabe cuánto rato ya llevaba ahí todo silencioso. Fue como una aparición: estaba quieto, sin emitir sonidos, aunque si uno lo miraba bien, se advertía un pequeño balanceo, mínimo, casi imperceptible. Lo único, finalmente, que lo delataba era su olor, un aroma cercano a lo putrefacto pero todavía soportable, algo parecido al olor de la ropa mojada y sucia, mezclada con algo animal que no logro descifrar.

Subimos jnntos, pero sin mediar palabras o miradas. En el ascensor el aroma se hizo más evidente, pero era evidente que lo trataba de disimular con algún tipo de perfume no muy fino, pero aromático a lo menos. Claro que el contraste hacía más evidente el intento. Por suerte la aventura se acabó en el piso siete, cuando caminó y salió de la jaula de fierro, como siempre, dando la espalda y sin omitir ni un sonido, ni un adiós y ni siquiera un suspiro. Sólo dejó como recuerdo su particular hedor que lo acompañó mientras avanzaba por el pasillo, camino a su puerta. Yo, en tanto, al llegar a mi piso y abrir la puerta del departamento, rápidamente fui delatado por mi mujer.

-Otra vez vienes con ese olor. No me digas nada: te topaste con el vecino.

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