
Tras ver “Crepúsculo”, cuesta creer que el género vampírico tenga futuro. Esa y otras películas han terminado por convertir a los chupasangres en personajes de teleserie, demasiado simples y descerebrados, en seres que no tienen más necesidades que morder cuellos o esconderse del sol (aunque ni esto último es respetado en esa cinta quinceañera). No tengo nada contra el romanticismo en las películas de vampiros, de hecho creo que es parte inherente a ellos, pero poner a flotar sobre los árboles a una pareja y creer que eso es lo más romántico e intenso que jamás se haya visto, es una gran mentira.
El amor, de hecho, siempre ha sido una constante en el género. Los vampiros, en última instancia, son seres torturados, personajes condenados a vagar eternamente solos. Por eso ese deseo de convertir o poseer a otros muchas veces supera el de alimentarse. Ya Bela Lugosi, como el primer Drácula oficial, trataba de apoderarse de la mujer de otro. Los ingleses de la Hammer lo harían más evidente, sumando un componente erótico que en el fondo siempre estuvo.

Pero esta semana volví a ver la luz (o será la oscuridad, mejor dicho) cuando descubrí una pequeña película sueca llamada “Déjame entrar” (así al menos la han traducido en el DVD que me llegó a las manos, ya que en inglés se llama Let the Right One In), de Tomas Alfredson. Su protagonista es un taciturno niño, Oskar (Kåre Hedebrant), un pequeño que es generalmente molestado y golpeado en su colegio (bullying le llaman ahora, en esta manía tan postmodernista de ponerle nombre -o más bien catalogar- a lo que ya lo tenía). Que en sus ratos de ocio prefiere quedarse solo en la gran esplanada-patio del conjunto de edificios donde vive, a pesar de la nieve y el frío. Ahí está en paz, protegido y nadie lo molesta.

Hasta ahí uno podría suponer que está frente a una película perdida de Kieslowski, que se trata quizá del mismo muchacho, pero en su versión más joven, de “No matarás”. Hasta el lugar, con esos edificios típicos de los 50-60, se parecen, pero ambientada en un país como Suecia, con el mito del Estado bienestar como fondo.
Entonces, de la anda, surge una muchacha, Eli (Lina Leandersson) una chica pálida y muy asexuada que no tarda en conectarse con el niño solitario y golpeado. A penas se hablan y miran, pero se entienden. Después nos enteramos que ella es una niña vampiro, que vive junto a un hombre mayor que, no se sabe bien, puede ser su pareja, su cuidador, un abusador o padre postizo (la cinta está inspirada en una novela y en ella se habla de pedofilia). Yo prefiero pensar que en el pasado fue otro niño que envejeció acompañándola a ella, que por su condición se quedó estancada en esa edad y sometida a la necesidad de alimentarse exclusivamente de sangre para sobrevivir.

Como sé que muchos no han visto la película, no quiero adelantar mucho. Pero la cinta habla de maltrato escolar, de frío, soledad y también del despertar erótico, en una mezcla de realismo social, filme íntimo y relato fantástico. Pero sin perder jamás su capacidad de parecer totalmente verosímil y eso, obviamente, asusta y logra eso que sólo pueden los verdaderos filmes de terror (no aquellos que se nutren sólo de asesinos con cuchillos, monstruos y golpes de efecto): que no te deja dormir tranquilo.

Pero no sólo eso, sino que también conmueve. Con mucho menos parafernalia y sin convertir a los vampiros en émulos de X-Men, “Déjame entrar” emociona en buena ley. Acaso hay algo más romántico, intenso, perturbador y hasta sórdido que esos dos niños mirándose, hirviendo de un extraño deseo sin necesidad de efectos especiales, musiquitas o necesidad de trepar árboles. Son dos almas, a su modo, igual de solitarias, dos seres terriblemente reales (salvo porque ella es una vampira).
Esta película, de alguna manera en su simpleza, logra recuperar nuestros instintos, el ser animal que llevamos dentro, en contra de ese mundo ultra tecnologizado e informado que habitamos, donde lo más atrevido es navegar por internet, prender la televisión o incursionar en un mall.

Me acordé de cuando tenía entre 13 y 16 años. Todos los días camino al colegio veía a una niña de mi misma edad, de pelo claro y piel muy pálida. Durante tres años nos vimos casi todos los días en la misma cuadra: yo iba para allá y ella venía para acá (que simple, no). Al comienzo ni nos cotizamos, pero poco a poco nos comenzamos a dar cuenta el uno del otro. De hecho, cuando no me la tapaba hasta la extrañaba. Por eso, al pasar unos días y volver a verla, nos sonreíamos. Pero cosa curiosa, jamás, nunca, nos hablamos y así pasó hasta que llegué a mi último año de colegio y nunca más la vi. Pensé que se había cambiado de casa, de colegio o que simplemente de rumbo. Pero tras ver “Déjame entrar”, prefiero pensar que era una niña vampira y que ahora, casi 20 años después, ella sigue teniendo 16 y yo, en cambio, estoy más viejo y cansado.
Tal vez sigue pasando por la misma calle (yo me cambié de casa) y otro escolar se topa con ella a diario, tal vez uno más despierto o con más personalidad, que quizá un día se atreva a hablarle y robarle un hola. Ese día se convertirá no sólo en su pareja-amigo, sino también en su guardián hasta que envejezca y muera. Entonces ella le sonreirá a otro. Yo, a esa altura, ya estaré muerto o, en el mejor de los casos, seré un converso al vampirismo.